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La democracia y tecnologías en tiempos de infocracia
En el mundo de la infocracia, los torneos electorales se vuelven una guerra informativa e informática. Se crean opiniones inexistentes, percepciones falsas y seguidores fantasmas, que pueden cambiar --o variar-- la realidad objetiva, los hechos reales y la verdad.
Cultura 15/10/2024Por Basilio Belliard
De todos los efectos corrosivos y disruptivos de la tecnología de la comunicación y la información en la vida cultural y social, no escapa la esfera política, con su impacto inexorable sobre la democracia, como forma de gobierno. La inteligencia artificial (IA) y las redes sociales representan hoy una paranoia colectiva, en lo que respecta a los trastornos y dislocamientos de datos, de los procesos electorales, medios legítimos, en que los ciudadanos ejercen sus derechos históricos al voto: elegir y ser elegidos como principio elemental, origen y esencia de las democracias liberales del mundo occidental. La fragilidad en el juego y las reglas, en las leyes del orden social y político del mundo civilizado, genera una sensación de impotencia e incertidumbre. La informatización del mundo ya está ejerciendo un enorme efecto en la credibilidad de los procesos democráticos. Hoy las campañas electorales encierran una batalla informativa no solo en la esfera política, sino, también, en la esfera psicológica. Las fake news y los bots generan noticias que influyen en el electorado, en una especie de guerra informática, en materia de opinión pública, que pueden hacer variar no solo la percepción, sino los resultados de los votantes, en fracciones de minutos y en lo que pestaña una serpiente. También esas noticias falsas pueden crear discursos de odio y resentimiento, que podrían entronizarse en la psique popular y generar confusiones y paranoias. De modo que, en efecto, la tecnología de la información y la comunicación (TIC), a través de las redes sociales, pueden alimentar teorías de la conspiración y contaminar la propaganda política. Estamos pues ante un enemigo invisible, pero poderoso –y sin precedentes–, que atenta contra las libertades y las conquistas históricas de las democracias occidentales, que prostituye el debate político de las ideas del mundo libre actual. Las campañas de desinformación y descrédito devienen así en medios, que atentan con subvertir el orden democrático y la convivencia pacífica. Antes la biopolítica y ahora la psicopolítica amenazan con influir negativamente en el comportamiento electoral. En tal virtud, estos rasgos, cambios y signos del Nuevo Milenio, están poniendo en crisis la democracia: amenazan su base y esencia de sustentación ideológica, jurídica y política. A este giro o cambio estructural, y su impacto en las democracias, el aclamado filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, llama “infocracia”. Se trata del gobierno –o predominio– de la informática sobre el régimen democrático, cuyo impacto digital ha producido una crisis en la esfera democrática, y cuyas reflexiones filosóficas aborda en su libro Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia
Ante el avance vertiginoso e inexorable de la información en entornos virtuales, nos sentimos perplejos e impotentes –y aterrados—por la marea de informaciones y datos –reales o falsos—que irrumpen, como fuerza volcánica, en el mundo político. Operan como una fuerza destructiva que deforma, falsea y distorsiona los límites de la realidad social y la racionalidad discursiva. El tsunami de la digitalización del mundo real afecta enormemente la psicología política: genera una paranoia nerviosa, que trastorna el espectro social y los procesos electorales y democráticos. Hoy los torneos electorales devienen guerras informativas, libradas en el campo de batalla de las esferas tecnológicas o virtuales, no así en las reales del debate de las ideas. Un ejército de desinformantes opera, noche y día, para producir noticias falsas, falaces y sensacionalistas con el propósito de destruir reputaciones de políticos, líderes y candidatos, desde un discurso de descalificación. Pero que puede influir en el sentimiento de los votantes e impactar en la conciencia de la opinión pública. Así pues, la propaganda demagógica y mendaz, articulada por una tribu de bots y de troles, puede conformar teorías conspirativas, en el debate libre de las ideas políticas, y contaminar su objetividad. En efecto, estas guerras informativas, en entornos virtuales, podrían influir en el comportamiento de los electores y trastornar su elección consciente.
El juego autónomo de los poderes públicos sirve de legitimidad y sostén institucional a la democracia. Si está en manos humanas y reales puede llegar al entendimiento y ser creíble; en cambio, en manos artificiales e invisibles, puede volverse líquido, elástico y gelatinoso, y conducir a un pandemónium paranoico del mundo.
La democracia ha de estar al servicio del pueblo, de la mayoría, en su acepción etimológica originaria, pero la demagogia, su némesis, la acecha, como un demonio de la mentira. La desinformación ha triunfado sobre la información. La verdad ha sido desplazada por el reino de la mentira, y en la esfera política, podría ser catastrófico, fatal y mortal para la civilización, la convivencia pacífica y la sociedad moderna, su uso maligno y perverso, en esta época de posverdad. El ruido de la desinformación contamina el silencio y destruye la verdad de la palabra. La razón política se desintegra, corroída por el humo digital y el viento de la virtualidad.
La democracia se alimenta y sostiene con la verdad, los acuerdos y los pactos entre sus ciudadanos, sus protagonistas y sus actores sociales. La demagogia y las mentiras la erosionan. Decir la verdad es esencial en un estado democrático. De ahí que las noticias falsas (fake news) han sido su peor enemigo, pues contribuyen a destruir sus fundamentos éticos. Cuando se pierda la credibilidad entre sus actores y agentes políticos, todo estará perdido. En ese vacío de verdad, brota el caldo de cultivo para la emergencia de las dictaduras y los regímenes populistas y demagógicos, de izquierdas o derechas, en el que todo el mundo tendrá su verdad: la mentira contra el otro o contra todos. Y donde la minoría no se subordine a la mayoría, como ley intrínseca primigenia de la democracia política, y que ha sido la clave de su eficacia, permanencia y regeneración –o autocorrección.
La libertad de expresión, rasgo consustancial de la democracia, podría constituirse en libertad de decir la mentira igual como se dice la verdad. Cuando un algoritmo –o IA– sea capaz de alterar o transformar la verdad en mentira, todo el orden social estará perdido, y todo ordenamiento jurídico y humano, dominado por los vaivenes y los azares de una falsa inteligencia. Es decir, a un clic capaz de crear una catástrofe política, una debacle social o un cataclismo económico.
En esta sociedad de la información, de la hiperconectividad y de la hipervigilancia, desde un panóptico digital, la posibilidad de la privacidad se restringe hasta lo invisible e inimaginable. Esta vigilancia se ha tornado más eficaz desde la invención del smart phone y las pantallas, lo cual ha provocado el fin de la privacidad y de lo propio. Las personas están más vigiladas, y por tanto, son menos libres y más dominadas por el panóptico de los poderes dominantes. Lo paradójico de la hipermodernidad consiste en que somos más modernos: vivimos más confortables, más informados, pero somos menos libres. La libertad que anhelamos, disfrutamos y defendemos, en el orden democrático, está cada vez más amenazada, y es más frágil y deleznable. La información es más libre y más transparente. Vivimos en una prisión voluntaria, invisible y virtual. Esta libertad aparente está vigilada por un régimen de la información para garantizar su seguridad y funcionamiento, más allá del poder represor e intimidatorio de los aparatos coercitivos del Estado. La hipervigilancia se vuelve pues totalitaria. Así nos convertimos, en lo que Ortega y Gasset llamó, en La rebelión de las masas, “hombre–masa”.
Vivimos en un proceso vertiginoso de digitalización, en todos los órdenes de la vida social, que dicta las reglas –invisibles o visibles—de nuestra relación con la realidad. Esta percepción nos aturde y perturba. “Entretanto, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia”, afirma Byung-Chul Han. De un mundo utópico, desde el “mundo feliz” de Huxley, de control del placer, hasta el “estado de vigilancia” de Orwell, de control del dolor, hasta un mundo distópico. Vivimos, en efecto, en una época en la que las noticias falsas y sensacionalistas concitan más atención, acaso por su morbosidad, que las noticias reales, y donde los memes han impuesto un reino cómico de la verdad. Un tuit, con una falsa información, despierta más likes o es más eficaz, que una idea bien argumentada. Las redes sociales y las pantallas representan, en el fondo, una fábrica de mentiras y noticias falsas que distorsionan el escenario político: dinamitan la paz espiritual y psíquica, individual y colectiva. En el mundo de la infocracia, los torneos electorales se vuelven una guerra informativa e informática. Se crean opiniones inexistentes, percepciones falsas y seguidores fantasmas, que pueden cambiar –o variar– la realidad objetiva, los hechos reales y la verdad. Los memes contagian el aire político: contaminan los sentimientos y los afectos de la comunicación digital. Se vuelven virales: virus que atacan la salud de la sociedad. Crean una atmósfera enrarecida, sin discurso, sin fundamento y sin sustancia intelectual. Las noticias falsas son información, pero falsas: no forman ni educan, sino que trastornan la sensibilidad. En ocasiones, la desinformación corre de modo más rápido que la información verídica. Hoy la democracia y sus ideales es una ilusión del futuro. El flujo de información del ciberespacio tiene un efecto disruptivo o destructivo sobre la lógica democrática. “La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar”, dice Han.
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