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Comenzó el juicio político contra Julieta Makintach, la magistrada que convirtió el caso por la muerte de Maradona en un reality. Asegura que no sabía que filmar un documental podía anular un proceso judicial. Entre lágrimas, arrepentimiento y frases de telenovela, intenta salvar una carrera que ya parece un guion escrito.
Actualidad07/11/2025
La mañana en el Senado bonaerense arrancó con murmullos, flashes y un aire de farándula que desentonaba con el mármol institucional. Julieta Makintach, la jueza suspendida por haber permitido que una productora filmara un documental durante el juicio por la muerte de Diego Armando Maradona, llegaba tarde —otra vez— al edificio “Alberto Balestrini”. Los fotógrafos la esperaban como si fuera una celebrity caída en desgracia. Y algo de eso había.
La mujer que debía impartir justicia terminó en el ojo del huracán por un detalle tan humano como fatal: el deseo de figurar. Según su propio relato, su participación en el documental Justicia Divina fue “una propuesta de una amiga”. Pero la amiga tenía una cámara, un guion y un título. Y ella, un cargo. En el corazón del tribunal de San Isidro, mientras se juzgaba la muerte del astro más mediático del país, la jueza abrió la puerta del set más insólito de la historia judicial argentina. El resultado: juicio anulado, escándalo nacional y una carrera al borde del abismo.
En su descargo ante el jurado de enjuiciamiento, Makintach no habló como una funcionaria con dos décadas de experiencia, sino como una actriz que repite su escena más dramática. “Pido que me tengan paciencia. Fue un escarnio mediático. Nunca imaginé que podía causar tanto daño”, dijo, entre gestos ensayados y tono tembloroso. Juró por sus hijos que no conocía a la productora. Prometió que no buscaba fama. Pero el libreto la traicionó: mientras más explicaba, más parecía confirmar que no entendía el problema.
La línea argumental fue digna de un spin-off de House of Cards criolla: “Era un proyecto que no era mío. Me hubiera encantado que alguien me avisara”. Y uno puede imaginar a la Corte Suprema bonaerense, con Hilda Kogan al mando, cruzando miradas entre el estupor y la indignación. Porque a esta altura, lo de Makintach ya no es un error técnico: es un síntoma.
El Poder Judicial bonaerense, acorralado por su propia falta de credibilidad, encuentra en este jury una oportunidad de redimirse. Destituir a la “jueza del reality” es más que sancionar una imprudencia: es enviar un mensaje de pureza institucional en un sistema lleno de polvo bajo la alfombra. Mientras tanto, los fiscales, los adjutores y hasta Burlando desfilan por la sala como si disputaran minutos de cámara en un set televisivo.
A cada palabra de la acusación, Makintach respondía con un suspiro, un gesto de víctima y una cita casi poética: “Cuando dicen escándalo, dicen piedra con la que se tropieza. Evidentemente, sí: fue una piedra con la que me tropecé sin dimensionar las consecuencias”. Shakespeare se hubiera ahorrado tinta.
La paradoja es brutal: una jueza que quería mostrar “la mejor imagen de la justicia” terminó filmando su propia caída. En el intento de humanizar el proceso, lo convirtió en espectáculo. Y ahora, mientras el jury define si la destituye e inhabilita de por vida, la audiencia pública se transforma en su nuevo escenario.
Los pasillos del Senado huelen a sentencia anticipada. En los cafés de La Plata, los abogados murmuran que la suerte está echada. Nadie cree que Makintach vuelva a un estrado. Pero el show debe continuar: su nombre ya forma parte del guion donde la justicia se mezcla con la vanidad, y los principios con la necesidad de rating. Entre la toga y el foco, Julieta Makintach eligió el foco. Y la Justicia, que no perdona los casting mal hechos, ahora la mira desde la platea.

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