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Entre otros aspectos, “Hojas de Otoño” de Aki Kaurismäki lleva a la pantalla la mirada, sus implicaciones y algunas de sus distintas manifestaciones.
Actualidad29/01/2024Por Lucía Amatriain
No podemos medir el alcance de la mirada.
Una mirada convoca, incomoda, conmueve, seduce, nos lastima… pero, ¿qué pasa cuando no nos miran?, ¿quiénes somos cuando no nos ven?, ¿en qué nos convertimos?
Sobre eso nos enseña la última película de Ari Kaurismäki, Hojas de otoño (2023).
En una Finlandia confusa, pobre y en cierto modo atemporal, una mujer es despedida de su trabajo como repositora en un supermercado. El encargado, que la vigila minuciosamente, por fin encuentra algo que señalarle: se quedó con un producto vencido que debía desechar, motivo suficiente para (des)echarla. Paralelamente, pero en otro punto de la ciudad, un hombre que trabaja en la construcción bebe alcohol a escondidas durante su horario laboral.
La cámara se detiene en el delantal de ella, en la máscara y los guantes de él: la vestimenta que los uniforma. Ambos son presentados así, homogéneos e invisibles. En su elogio al uniforme, incluido en El libro de los elogios (Vinilo, 2023) Martin Kohan traza una relación entre el uniforme y lo uniforme ubicando la potencia de la continuidad, de la repetición y la mismidad. En una “diversidad generalizada”, dice, lo diferente pasa sin más, no deja su marca como cuando brota sobre el terreno de la indistinción. El escenario de Kaurismäki es susceptible, entonces, a la diferencia.
Llega la noche y los protagonistas asisten a un karaoke, cada cual por su cuenta. El silencio, que ocupa un lugar importante en la película (como sucede en la vida), se interrumpe con las canciones que entonan algunos. Él va motivado por un amigo, pero no canta: “Me atrevo a cantar, pero no puedo, no tengo voz”. Ella, que también va acompañada por una amiga, toma su trago en silencio. Hasta que se miran. Unos segundos bastan para que comprendamos el acontecimiento de este encuentro. A partir de ahí, la historia toma color. Él se levanta y, mientras fuma, va hacia una esquina desde donde continúa observándola. Ella le devuelve la mirada. El celeste de sus ojos, de su tapado, de las paredes de su hogar, contrastan el gris oxidado de la ciudad. El celeste aloja lo que la ciudad excluye, la mirada como testigo habilita que se cuente una historia. Aunque todavía no sepamos sus nombres.
Como dice Alain Badiou, el amor depende del acontecimiento, puede suceder o no. No es previsible. “Yo no buscaba a nadie y te vi”, canta Fito Páez en "Un vestido y un amor". El amor no es previsible y tampoco puede ser planificado. Sin embargo, el sujeto está dispuesto a afirmar con intención el acontecimiento, que habrá sido tal si se cumple en el tiempo la escena de Dos del amor.
Él vuelve al trabajo, donde tiene un accidente y le hacen estudios. Así descubren que bebió alcohol… y lo despiden. Después, en un bar con su amigo, suena Gardel con su "Arrabal amargo":
Todo, todo, se ilumina
cuando ella vuelve a verte
Existe una distancia entre la visión y la mirada. Fernando Ulloa llamaba miramiento a la capacidad amorosa de responder al otro, a la posibilidad de alojarlo, hacerle un lugar, interpretar sus necesidades como demandas posibles de ser respondidas. Mirar implica detenerse. Abrirse paso entre la visión hipnótica que muestra más que lo visible (como señala Badiou a propósito de la obscenidad) y en cambio suspender la mirada en el otro. Esto para hallar, en lo uniforme, la diferencia.
En la era de la individualidad, impulsada por una derecha extrema que propone eliminar el “colectivismo”, la mirada se usa casi sólo para vigilar, para acosar. Y es que, cuando no se presenta como miramiento, la mirada retorna como vigilancia. Una mirada de complicidad, que permita contar una historia en primera persona, habilita. La mirada da entidad.
El film culmina con un pequeño gesto de ella, un guiño que se afirma frente a los desencuentros de quienes aguardan el rasgo humanizante de una mirada que los saque del anonimato.
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