El problema de la obediencia destructiva

Según un experimento psicológico realizado por Stanley Milgram en la Universidad de Yale en 1961, un porcentaje muy elevado de la población hace lo que se le impone, incluso si va en contra de su conciencia, si la orden viene dada por una figura de autoridad.

Actualidad03/10/2024
NOTA

¿Pasaría lo mismo en la actualidad? ¿Y si esa autoridad es la opinión pública o una ideología?

 

Uno de los experimentos psicológicos más famosos del siglo XX fue conducido por Stanley Milgram acerca de la obediencia, en la Universidad de Yale en 1961. Este pretendía dilucidar la disposición que tienen las personas de a pie a la hora de obedecer las órdenes de una autoridad aun en el caso de que dichas órdenes entren en conflicto con la propia conciencia moral del sujeto. En el experimento, varios voluntarios eran animados por figuras de autoridad a emitir descargas eléctricas sobre una tercera persona que fingía sentir dolor al recibir la misma (en realidad nadie recibía descarga eléctrica alguna).

Como dijo el propio Milgram acerca de los resultados del experimento y las conclusiones que sacó de él: «Un tanto por ciento muy grande de la gente hace lo que se le dice que tiene que hacer, sin tener en cuenta el contenido de su acción, y sin trabas impuestas por su conciencia, siempre que perciba que la orden tiene su origen en una autoridad legítima». Esa autoridad legítima, por otro lado, es muy fácil de simular. Como es bien sabido, una persona con talante serio y bata blanca es, ya de por sí, tenido por una autoridad médica, al menos por la mayoría de las personas.

Se trata de un experimento que trataba de explicar la conducta de innumerables personas durante el dominio nazi en Alemania y territorios ocupados, también comprender el rol de los guardias de campos de concentración nazis, que estos desempeñaban, no por vocación personal, sino por seguir las órdenes de sus superiores. La gente tiende a creer (particularmente hoy en día) que es buena, virtuosa, etc., que nunca caería en ciertas conductas… Pero el experimento de Milgram, como muchos otros, niega dicha estimación con creces. Como decía Carl Jung en relación a este autodefinirse como bueno, los seres humanos tendemos a negar, ignorar y ocultar a nuestra propia mirada y conciencia los rasgos oscuros de nuestro carácter, lo que el psicoanalista suizo llamaba nuestra sombra. Hoy el pseudovirtuosismo (en inglés lo llaman virtue signalling) parece rampante y la sombra de cada cual es proyectada en los demás de modo explícito, algo que está muy vinculado a la existencia de redes sociales y la exposición personal que estas provocan; las acusaciones a terceros de conductas inmorales están a la orden del día y no debemos olvidar que esas acusaciones pueden llegar a hacer mucho daño.

Los seres humanos tendemos a negar, ignorar y ocultar a nuestra propia mirada y conciencia los rasgos oscuros de nuestro carácter

El psiquiatra Pablo Malo habla en este tuit de la vigencia del experimento de Milgram. En referencia a un estudio más moderno relacionado con el mismo, afirma lo que sigue: «Este estudio defiende que la moraleja de los experimentos de Milgram sigue estando vigente, la existencia de la obediencia destructiva: en concreto, que un gran porcentaje de personas, bajo una orden autoritaria mínimamente coercitiva, están dispuestas a dañar a inocentes, aun creyendo que este daño es moralmente objetable».

Malo cita el propio estudio: «La conclusión inevitable: un porcentaje sustancial, o muy sustancial, de los participantes de Milgram se dedicaron con credulidad a la obediencia destructiva, tal y como afirma la Sabiduría Convencional. Esta conclusión sigue siendo irrefutable, incluso si estipulamos una concesión muy generosa a la Hipótesis de la Incredulidad: la mitad de los participantes obedientes eran incrédulos, y solo seguían el juego. Este resultado modificado, 32,5%, no es tan escalofriante como el de Milgram (y sus muchos replicantes), 65% (o más), pero sigue siendo bastante escalofriante. Por las razones que hemos descrito, esta concesión es demasiado generosa, pero el resultado del ejercicio reivindica la Sabiduría Convencional, e indica que la Hipótesis de la Incredulidad no puede utilizarse para “desacreditar” a Milgram».

De estas palabras deducimos que, si a principios de los años sesenta (cuando se realizó el experimento) se creía que el 65% de los voluntarios estaban dispuestos a emitir descargas eléctricas a inocentes con plena conciencia de ello, hoy se estima que sería el 32,5%, pues se entiende que algunos de los participantes en el experimento no creían verdaderamente estar electrocutando a nadie, sabían que era solo un experimento para analizar su conducta. Todo esto viene a implicar grosso modo que el 32,5% de la sociedad está dispuesta a hacer daño (o mucho daño) a terceros si así lo estipula una autoridad.

Pero, quizás, lo más preocupante no sea eso. Lo más preocupante sería conocer qué porcentaje de personas estaría dispuesta a dañar a terceros, no por orden de una autoridad individual o colectiva visible, sino por orden de una autoridad invisible como puede ser la opinión pública o una ideología dada. Esta autoridad invisible sería mucho más eficiente a la hora de impulsar a dañar a terceros, puesto que encarnaría una voluntad popular o colectiva, implícita, subliminal, omnipresente en medios y redes sociales, cuyo poder de persuasión es muy superior al que cualquier individuo o grupo concreto. En ese caso, cabría esperar que el porcentaje de agentes de la referida obediencia destructiva fuese muy superior al 32,5%. Se trata de una actitud que bien podríamos emparentar con fenómenos contemporáneos como la cultura de cancelación o los llamados linchamientos digitales, cuando innumerables individuos se ven legitimados por la autoridad de la opinión pública a agredir a otros, al tiempo que destruyen reputaciones; algo que, huelga decir, puede llegar a ser sumamente doloroso.

Pero, quizás, lo más preocupante no sea eso. Lo más preocupante sería conocer qué porcentaje de personas estaría dispuesta a dañar a terceros, no por orden de una autoridad individual o colectiva visible, sino por orden de una autoridad invisible como puede ser la opinión pública o una ideología dada.

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