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Más de la mitad de los trabajadores jóvenes no logra independizarse de sus familias. No es comodidad, no es falta de voluntad: es una señal de época donde el proyecto de vida se desarma antes de empezar. ¿Qué nos dice esta tendencia sobre el futuro, la economía y la necesidad de otra idea de autonomía?
Actualidad04/08/2025Juventud, autonomía y proyecto de vida
En algunas casas argentinas —del conurbano al centro del país— la cena reúne tres generaciones frente al mismo televisor. El abuelo mira las noticias, la hija termina de responder correos del trabajo, y el nieto, de veintipico o treinta, se sirve un guiso mientras piensa cómo pagar su parte del streaming compartido. Es adulto, trabaja, estudió, tal vez se esforzó más de lo que sus padres soñaron. Pero duerme en su cuarto de adolescente. Y no por elección.
En la Argentina de hoy, quedarse en la casa de los padres ya no es sinónimo de estancamiento emocional o dependencia afectiva. Tampoco lo es, al menos en muchos casos, una señal de inmadurez. Lo que se despliega es un fenómeno más profundo: una independencia vital que no llega, no porque no se desee, sino porque no hay condiciones para sostenerla. El nido no se evita: se refuerza.
Un síntoma extendido, una economía fallida
Según una encuesta reciente, más de la mitad de las personas trabajadoras en Argentina no logró independizarse de su hogar de origen. La cifra aumenta entre quienes tienen trabajos precarios, ingresos bajos o empleos discontinuos. Y el dato más revelador: casi un tercio de quienes hoy viven con sus familias, alguna vez se fueron, pero tuvieron que volver. No se trata, entonces, de una generación que no quiere irse: se trata de un sistema que no la deja construir un afuera.
Este fenómeno no es exclusivo del país. En Europa, el 80% de los jóvenes españoles vive con sus padres. En Chile, Perú o Ecuador, los porcentajes superan el 50%. La explicación, en todos los casos, se repite con una crudeza común: alquileres imposibles, salarios estancados, empleos inestables y la certeza compartida de que el futuro ya no promete seguridad, sino esfuerzo sin recompensa.
La vieja narrativa del "ir a vivir solo como rito de madurez" choca hoy con una economía que no lo permite. En otra época, los 30 implicaban una casa, un trabajo duradero, incluso hijos. Hoy, esa misma edad trae consigo contratos por proyecto, deuda universitaria, alquiler compartido y ansiedad financiera. No se posterga la independencia por capricho, sino porque el acceso a un mínimo de estabilidad se volvió una hazaña.
Del individuo autónomo al lazo que resiste
Frente a esto, la cultura meritocrática del “hacé tu camino” queda en crisis. El discurso del coaching y el autodesarrollo pierde sentido ante trabajadores que, a pesar de su formación y esfuerzo, no logran sostener su propia vivienda. El relato de la independencia como destino individual —romántico, heroico, occidental— se diluye. Y en su lugar, aparece algo que incomoda a los modelos tradicionales de autonomía: la continuidad familiar como contención material, afectiva y hasta política.
Volver, quedarse, acompañar no es fracaso, es forma de resistencia colectiva. Es entender que la independencia no puede sostenerse sobre el vacío. Que un proyecto de vida no empieza en la fuga, sino en la posibilidad real de elegir cuándo y cómo irse. Muchos jóvenes no sueñan con vivir solos para tener más espacio o más libertad. Quieren construir otra vida, una propia, donde seguir lo que sus padres empezaron: no romper con ellos, sino dar continuidad. No se trata de goce infértil, sino de crear una nueva singularidad con raíz.
Esto, en algún punto, también habla de otra forma de madurez. La que no se mide por la distancia con la familia, sino por la capacidad de habitar la dificultad sin convertirla en culpa ni vergüenza. Madurez es también saber que quedarse, muchas veces, es lo más responsable que se puede hacer cuando el afuera está en ruinas.
Quedarse en casa no es derrota, ni estancamiento. Es síntoma de una época donde la economía no acompaña el deseo, donde la estructura laboral empuja a depender, aunque duela. Pero también es una forma —a veces silenciosa— de tejer otro modo de estar en el mundo: más horizontal, menos ansioso, más atento a los vínculos y a la posibilidad de cuidar y ser cuidados.
Quizás, en ese quedarse, haya un germen de otra cultura: una que no mida la autonomía por la capacidad de aislarse, sino por la potencia de construir sin romper. Si el sistema no permite emanciparse, habrá que reinventar la emancipación. Y quizás, como tantas veces en la historia, la familia vuelva a ser el espacio desde el cual resistir juntos lo que solos no se puede. Porque si el futuro está tan incierto, al menos que nos encuentre cerca.
Más que un fracaso personal, quedarse en casa refleja un sistema que no permite proyectar vida autónoma sin precariedad.
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