El salario mínimo vale menos que en 2001

Con una pérdida real del 32 % desde noviembre y el empleo formal en retroceso, el salario mínimo argentino cayó a su nivel más bajo en casi un cuarto de siglo. La política antiinflacionaria de Milei logra frenar precios, pero al costo de pulverizar ingresos y consumo.

Actualidad05/10/2025
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El piso se convirtió en sótano

 

El Gobierno puede festejar una desaceleración de precios, pero la estabilidad sin salarios es apenas un espejismo estadístico. En agosto, el salario mínimo vital y móvil (SMVM) perdió otro medio punto frente a la inflación y acumuló una contracción real del 32 % desde noviembre de 2023. Traducido: hoy compra menos que en los meses previos al colapso de la convertibilidad.
El trabajador formal, que antes era un sobreviviente, empieza a ser un desaparecido del sistema productivo.

La paradoja del plan económico libertario es brutal: la inflación baja, pero también baja la vida. Mientras el dólar financiero se tranquiliza, la heladera se vacía.

El salario mínimo, que alguna vez fue referencia de dignidad, es hoy una cifra sin capacidad de ordenar nada. Ni salarios privados, ni convenios, ni expectativas. En la práctica, dejó de ser “mínimo” para volverse simbólico.

 

Menos trabajo, más precariedad

El deterioro no se limita al poder de compra. En junio se perdieron más de 12 mil empleos formales privados y, aunque el sector público compensó parcialmente, la pérdida neta fue de 4 mil puestos. Desde noviembre pasado, casi 190 mil trabajadores formales quedaron fuera del sistema.
Las empresas que resisten lo hacen con estrategias defensivas: suspensiones encubiertas, reducciones de jornada y pagos en cuotas. No es “eficiencia”, es supervivencia.

La caída del empleo y el salario combinadas generan una trampa perfecta: menos consumo, menos producción, menos empleo. La recesión se retroalimenta y la macro que festeja el superávit convive con góndolas vacías.

 

El salario como variable de ajuste

Milei prometió “ajustar al Estado, no al pueblo”. Sin embargo, la arquitectura de su programa recae sobre el bolsillo de los trabajadores. La licuación salarial es la columna vertebral del nuevo orden macroeconómico: permite mostrar superávit, reducir subsidios y enviar la señal de “responsabilidad fiscal” que exigen los acreedores.

En la economía real, el resultado es otro. Los comercios de barrio venden un 30 % menos, los créditos personales desaparecieron y las paritarias quedaron atrás de la inflación. La mejora en los números macro es, en realidad, una transferencia de ingresos del salario al capital financiero.

La política salarial brilla por su ausencia: el Consejo del Salario no fija metas ni plazos; apenas administra la caída. Nadie discute que la inflación debe bajar, pero hacerlo sobre la espalda de los asalariados es un camino que ya se probó. En 2001 terminó con default y cacerolas.

 

El espejo de la historia

En septiembre de 2011, el salario mínimo argentino tocó su máximo poder adquisitivo. Desde entonces perdió 62 %. Pero la diferencia clave está en la estructura: hoy la economía crece en términos financieros mientras se achica en términos humanos.
Los indicadores laborales no mienten: la masa salarial cayó, el empleo formal retrocede y los ingresos informales no alcanzan para compensar. El modelo Milei se parece cada vez más a un orden contable sostenido por el desorden social.

En la calle, la discusión dejó de ser ideológica: es aritmética pura. Lo que se gana no alcanza para vivir. Y cuando la macroeconomía se separa del cuerpo social, la política pierde anclaje.

 

La economía que se ordena sola

El Gobierno repite que “el mercado se está ordenando solo”. Pero ese orden, sin salario ni trabajo, no es equilibrio: es exclusión.
El salario mínimo ya no es una herramienta de política, sino el testimonio de un derrumbe. Recuperarlo no es un acto administrativo, sino una decisión política. Porque en la historia argentina, cada vez que el salario se derrumbó, lo que vino después no fue estabilidad, sino crisis.

La economía puede estabilizarse en los papeles, pero los pueblos no viven de planillas Excel. Viven de poder llegar a fin de mes sin hipotecar la dignidad. Y ese es un indicador que, hasta ahora, no aparece en ningún informe del Banco Central.

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