Una fosa en Coghlan, un reloj de los '80 y un crimen sin tiempo

Los huesos fueron encontrados durante una demolición en Coghlan. La clave fue un reloj Casio de los ‘80 y la insistencia de una familia que jamás dejó de buscar. El caso revela no sólo una muerte brutal, sino también la larga indiferencia judicial. Fueron 41 años de angustia para conocer la verdad.

Actualidad06/08/2025
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Trama Noir: El misterio al lado de la casa de Cerati

 

La pared se vino abajo y el pasado salió a gritar. El 20 de mayo pasado, en una obra sobre la avenida Congreso al 3700, en el barrio porteño de Coghlan, albañiles levantaban una medianera cuando, entre ligustrinas secas y tierra removida, asomaron huesos humanos. Primero fue una tibia. Luego, un reloj Casio de calculadora. Después, un corbatín escolar, una llave, una suela, una moneda extranjera. Todo eso emergió de una fosa improvisada a escasos 60 centímetros del suelo, cavada con apuro y sin cuidado. Como si quien la hizo hubiese querido tapar rápido no sólo un cuerpo, sino un secreto.

El terreno, destinado a un nuevo edificio, está justo al lado de la casa que a comienzos de los 2000 alquiló Gustavo Cerati. Y si bien el músico no tuvo ninguna vinculación con el hecho, su nombre le dio visibilidad mediática a un hallazgo que, de otro modo, quizás habría quedado en los pasillos de una comisaría sin resolver.

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La fosa, la herida y el reloj

Cuando llegaron los peritos del Gabinete Científico de la Policía de la Ciudad, comenzaron la excavación formal. En total, se recolectaron 151 fragmentos óseos, una mandíbula, dientes, clavículas, fémures, escápulas, un reloj Casio de los que se fabricaban en Japón en los ‘80, y una etiqueta de prenda con grafías orientales. Todo estaba dentro de una bolsa de nylon enterrada sin más, como si fuese un residuo. Pero no lo era. Era Diego.

El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) analizó los restos. El informe fue claro: varón, entre 15 y 19 años, complexión robusta. Una herida punzocortante en la cuarta costilla derecha. Intento de descuartizamiento fallido. Evidencia de una muerte violenta. Y una decisión: esconderlo. El cuerpo sin nombre encontró su voz en una madre que no bajó los brazos.

Cuando se difundió la noticia, un hombre que escuchó los detalles pensó en su tío Diego, desaparecido a los 16 años en 1984. Dio aviso a su familia. Su abuela, madre del chico, se acercó a la fiscalía y se ofreció para un análisis de ADN. El cruce genético confirmó que los restos pertenecían a su hijo.

 

Una denuncia negada y 4 décadas de silencio

Diego era un pibe de barrio. Jugaba al fútbol en Excursionistas, entrenaba todos los días salvo los jueves y cursaba en la Escuela Técnica N° 36. El 26 de julio de 1984, fue visto por última vez en la esquina de Naón y Monroe, en Belgrano. Llevaba el uniforme del colegio. Esa noche no volvió. Sus padres fueron a la comisaría 39. No les tomaron la denuncia. Les dijeron que “seguro se fue con una mina”. Así empezó la impunidad.

Los días se volvieron semanas. Las semanas, años. En 1986, su foto ocupó dos páginas de la revista ¡Esto! del diario Crónica. Fue la madre la que se movió, la que pegó carteles, la que preguntó en hospitales y morgues, la que soportó el ninguneo policial, la burla social y la eterna espera judicial. El padre de Diego murió años atrás, convencido de que una secta se había llevado a su hijo. Murió sin saber.

 

El tiempo detenido bajo tierra

En términos judiciales, la causa está caratulada como “averiguación de delito”. Pero hay una diferencia entre lo que dice el expediente y lo que sabe el cuerpo. El cuerpo de Diego sabe que alguien lo apuñaló, lo quiso descuartizar y lo enterró de apuro. Lo sabe su madre, que lloró 41 años sin respuesta. Lo saben también los vecinos del barrio, que ahora preguntan cómo nadie notó nada.

El fiscal Martín López Perrando no se resigna a la prescripción. Quiere saber qué pasó, quién lo mató, y por qué. Los dueños de la casa lindera, donde apareció el cadáver, ya fueron identificados. Una mujer mayor, sus hijos, una historia que también empieza a ser revisada.

 

La escena del crimen como cápsula del tiempo

Los forenses hablan de “escenas congeladas”. Cada objeto, cada hueso, cada centímetro de tierra aporta pistas. No es magia: es ciencia. Pero también es memoria. Porque el crimen no es sólo el acto brutal: es también el olvido deliberado.

La fosa tenía sólo 60 centímetros. Tan superficial que cualquier perro podría haberla desenterrado. Tan mal hecha que dejó pruebas por todos lados. Quizás quien lo hizo no tuvo tiempo. O pensó que nadie buscaría. O que, como tantas veces, la Justicia iba a mirar para otro lado.

Diego no fue un accidente. Fue un pibe al que el sistema le negó todo: justicia, voz, identidad. Hasta que la tierra lo devolvió. Hoy su madre tiene un nombre al que llorar. Y el barrio, una herida menos muda.

El caso todavía no tiene culpables, pero sí tiene una verdad que ya no puede esconderse: la de los cuerpos que vuelven, la de las madres que no se rinden, la de una sociedad que necesita recordar para no repetir. Y, quizás, la de una pared que se cayó justo a tiempo.

 


Los huesos pertenecían a un joven de 16 años desaparecido en 1984. La familia había denunciado su desaparición, pero la Policía no quiso tomar la denuncia.

 

El caso tuvo mucha repercusión mediática en 1984.

 

 

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