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La Fiscalía retrocedió en su pedido de cárcel común para CFK. En los pasillos del poder, todos saben lo mismo: esposarla sería encender una mecha que nadie podrá apagar. La política, la Justicia y el futuro tiemblan frente a ese escenario.
Política 07/07/2025Nadie quiere ser el que firme la orden. Nadie quiere aparecer en la foto. Nadie quiere cargar con la historia. Porque más allá de los fallos, los tecnicismos y las declaraciones rimbombantes, lo que está en juego es una escena: Cristina Fernández de Kirchner, expresidenta, escoltada por fuerzas federales, esposada y subida a un camión del Servicio Penitenciario rumbo a una cárcel común. Ese instante, que aún no ocurrió, pesa como una amenaza sobre el sistema político argentino.
Por eso, el fiscal Mario Villar decidió frenar. No insistió con el traslado a un penal, se desmarcó de Luciani y Mola, y pidió que se mantenga la prisión domiciliaria. Lo suyo no fue clemencia ni convicción jurídica: fue realpolitik. Porque quien se atreva a ejecutar una escena de semejante impacto no solo afectará a la expresidenta, sino que podría desatar una cadena de reacciones sociales, políticas e institucionales de proporciones impredecibles.
Todos lo saben. Y lo temen. Porque el peronismo no se extingue en los fallos judiciales. Cristina, aún condenada, sigue generando movimiento. Su lugar de detención ya es, de hecho, una nueva Puerta de Hierro. Desfilarán allí figuras políticas, dirigentes, militantes. Transformar ese domicilio en una cárcel sería apenas un gesto simbólico: el poder, el que realmente importa, seguirá fluyendo hacia ella. Porque en política no importan solo los cargos, sino la capacidad de provocar realineamientos.
La movida de Villar fue, además, un mensaje hacia el sistema. Si hasta el fiscal de Casación retrocede, es porque la señal es clara: nadie quiere ser el autor de una postal que puede quedar grabada para siempre. Esa escena no solo marcaría a Cristina; marcaría al juez, al fiscal, al gobierno que lo habilite. Y todos saben que el futuro llega. Que un cambio de clima, de correlación de fuerzas o de contexto internacional puede convertir en verdugos a quienes hoy se sienten impunes.
Miguel Ángel Pichetto, ex aliado y ahora rival de Cristina, lo dijo con crudeza: "el tema es político". Su mirada no proviene del amor ni de la nostalgia, sino de la lectura fría del tablero. El fallo contra Cristina es inconsistente, dice, porque la pena de inhabilitación perpetua no es proporcional a los seis años de prisión. Pero más allá del tecnicismo, lo que plantea es aún más profundo: judicializar al liderazgo más fuerte del peronismo, incluso en retirada, endurece el sistema, lo tensa, lo empobrece.
Pichetto no es el único que ve el riesgo. María Servini también lo expresó: mantener presa a Cristina es insostenible. Por eso, cada paso en esta causa se mide al milímetro. Porque si algo enseña la historia argentina, es que ninguna proscripción queda sin consecuencias. Ni la de Perón, ni la de CFK, ni la de nadie. Las fuerzas políticas que expresan una parte significativa del pueblo siempre encuentran un modo de volver. Y quienes intentan borrarlas a la fuerza, terminan atrapados en su propio laberinto.
El Gobierno mira de reojo. No impulsa directamente la detención en cárcel común, pero tampoco desactiva la presión sobre los jueces. Juega a dos puntas: demoniza al kirchnerismo mientras le deja la lapicera a Comodoro Py. Pero esa estrategia tiene un límite. Porque si finalmente Cristina es trasladada a una cárcel, la tensión en el Congreso, en la calle, en la interna oficialista y en la oposición se multiplicará. Y no hay motosierra que resuelva ese incendio.
Lo cierto es que el escenario actual es un equilibrio inestable. Cristina en prisión domiciliaria, con tobillera, con visitas restringidas, pero sin foto humillante. Nadie se atreve a romper ese pacto implícito. Nadie quiere pagar el precio de empujar a la expresidenta hacia una celda común. Porque más allá del discurso, hay memoria. Y hay cálculo. Y hay miedo. No a Cristina, sino a las consecuencias.
En esa lógica, el pedido de cambio de domicilio es apenas una jugada de contención. Intentan moverla de San José 1111 a otro sitio menos visible, menos convocante. Pero donde esté, será centro de gravitación política. Y eso no se resuelve con mapas. Se resuelve con decisiones. O con la renuncia a tomarlas.
Y hay más. Porque este juego de aparente equilibrio también afecta al oficialismo. Si Milei juega al show anticasta mientras delega los costos más altos en la Justicia, también arriesga. La oposición ya endureció posiciones, y cada paso judicial contra Cristina enciende un nuevo nivel de confrontación en el Congreso. Los legisladores de Unión por la Patria tensan la cuerda. La negociación con los gobernadores se enturbia. Los sectores dialoguistas toman distancia. Y la coalición de gobierno —si alguna vez existió como tal— sufre el desgaste de gobernar entre provocación e impotencia.
La presión internacional también comienza a filtrarse. Ningún país democrático se siente cómodo con una exmandataria presa sin garantías procesales plenas. Los organismos de derechos humanos miran con lupa. Y el mundo multipolar, al que Milei odia pero se le impone, observa cómo la institucionalidad argentina pende de un hilo cada vez más delgado.
El futuro judicial de Cristina es un campo minado. Y quienes caminan sobre él lo hacen con pasos cada vez más cortos. Porque saben que un error puede convertirlos en parias. Y porque intuyen que el país no soporta otra ruptura institucional. La democracia no sobrevive a cualquier costo.
Cristina no es una presa común. Y eso no es una defensa, es un dato. Lo saben los fiscales, los jueces, los operadores y los adversarios. Por eso la prisión común quedó en suspenso. Porque la política no se juega en tribunales. Se juega en la calle, en los barrios, en las urnas y en el futuro. Y en ese futuro, nadie quiere cargar con la foto de haber empujado a una expresidenta, con la banda aún tibia, a una celda de Ezeiza.
Esa escena no sucedió. Y mientras no suceda, muchos podrán respirar aliviados. Pero si un día ocurre, será demasiado tarde para simular sorpresa. Porque todos sabían. Y nadie se animó a detener el desastre.
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