La generación que vive conectada y agotada

Casi la mitad de los jóvenes argentinos dice sentirse abrumada por las redes sociales. La comparación constante, la búsqueda de aprobación y la falta de descanso no son solo modas: son impactos reales sobre un cerebro que todavía está en construcción.

Actualidad11/08/2025
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¿Podés imaginar una plaza llena de gente hablando a la vez, cada uno mostrándote solo su mejor ángulo, esperando tu aprobación… y que nunca se apague? Así se sienten hoy las redes sociales para millones de jóvenes: un espacio vibrante, pero también ensordecedor. Según un estudio reciente, el 46% de los jóvenes argentinos se declara abrumado por este ruido constante, y más del 70% califica su estrés como alto.

 

La adolescencia es un momento delicado: el cerebro todavía está ajustando las piezas que regulan las emociones, las decisiones y la búsqueda de aceptación. En ese escenario, las redes son como un megáfono directo a esas zonas sensibles. Las fotos y videos que vemos no son la vida real: son versiones editadas, filtradas, calculadas para gustar. Y aunque lo sepamos, el impacto emocional persiste: “¿Por qué yo no me veo así? ¿Por qué mi vida no es tan divertida?” La respuesta, obvia para un adulto, no calma la punzada adolescente.

 

La validación se mide en corazones y comentarios. Cuando llegan, hay un subidón químico real: dopamina, el mismo neurotransmisor que nos recompensa cuando comemos algo rico o logramos una meta. Cuando no llegan, la sensación de vacío puede convertirse en ansiedad o tristeza. Es como subirse todos los días a una montaña rusa emocional… sin cinturón.

El problema no se limita al día. Muchos jóvenes usan el teléfono hasta el último minuto antes de dormir. La luz de las pantallas confunde al cerebro, frena la producción de melatonina y retrasa el sueño. Dormir poco o mal es el combustible perfecto para la irritabilidad, la fatiga y la falta de concentración. Sumale la sobreestimulación constante y se entiende por qué a veces, aunque estén “conectados” todo el tiempo, se sienten solos.

 

A esto se suma otro riesgo: el reemplazo de vínculos reales por interacciones superficiales. Hablar por chat no es lo mismo que mirarse a los ojos, y el músculo de las habilidades sociales también necesita entrenamiento. Si no se ejercita, se atrofia.

 

¿Qué se puede hacer? No se trata de demonizar las redes, sino de aprender a usarlas sin que nos usen. Poner horarios para desconectarse, dejar el celular fuera de la habitación antes de dormir, seguir cuentas que inspiren en lugar de generar inseguridad, hablar abiertamente sobre lo que vemos y sentimos. Y, sobre todo, recuperar espacios sin pantallas: una cena con amigos, una caminata, un partido, un rato de lectura.

El dato no es solo estadístico: es un llamado de atención. Nuestros jóvenes están creciendo en una plaza que nunca se vacía. Ayudarlos a encontrar un banco tranquilo donde sentarse y respirar puede ser la mejor inversión en su bienestar… y en el nuestro como sociedad.

 

 

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