El Manifiesto Surrealista

Se cumple un siglo del primer manifiesto surrealista, “manifeste du surréalisme”, publicado en París en 1924. Un movimiento que quiso tener la misma importancia de la naturaleza primordial y universal del lenguaje poético, más allá del poema en sí.

Cultura 17/10/2024
NOTA

Habiendo formado parte del movimiento Dadá de Tristan Tzara, el poeta y ensayista André Breton pensó que era necesario dar una base teórica a una visión libertaria entre la consigna de los poetas malditos como Arthur Rimbaud de “cambiar la propia vida”, y la de los socialistas como Karl Marx de “trasformar el mundo”. Una liberación del malestar de la cultura burguesa, una respuesta a la falta de espiritualidad moderna, una irrupción del sueño, la locura y la poesía.

El surrealismo intentó ser arte del paradigma del psicoanálisis de Sigmund Freud, la diversificación y visualización de su mitología, su práctica curativa como proyecto colectivo. Las mujeres desnudas y tranvías misteriosos de Paul Delvaux, las muñecas descoyuntadas de Hans Bellmer, los collages de Max Ernst o el cine de Luis Buñuel son ejemplos del aprovechamiento de los excedentes del yo, nuestra identidad “surreal”. En palabras del propio Freud: “Dondequiera que voy, encuentro que un poeta estuvo allí antes que yo”.

El surrealismo sería reversionado más allá de la vida de Breton por personalidades como Salvador Dalí, Paul Éluard, Yves Tanguy, Leonora Carrington, Remedios Varo, René Magritte, Joan Miró, Giorgio de Chirico, Óscar Domínguez, Meret Oppenheim o Wifredo Lam.

Conmemorando sus cien años, les compartimos un fragmento del primer manifiesto surrealista, convencidos también del antecedente poético y libre en todas las cosas:

El surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo, y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos, y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida.

Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano.

Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino una contingencia del bien?

Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra... Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de actos reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta le induce quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de los locos da muestra con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de L”Intelligence, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. 

¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la muerte del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra! 

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