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Todos los ojos han visto la “sucesión de Fibonacci”, la secuencia infinita de números naturales que empiezan con 0 y 1 y siguen un patrón de suma de los dos anteriores.
Cultura 12/11/2024
Una constante de proporciones que se repiten en espacios naturales y en pequeñas piezas de belleza.
Hallar esta secuencia ha fascinado a geómetras, filósofos y naturalistas de distintas culturas por considerarla una metafísica puramente matemática, no convertible en un símbolo, sino que se nota y se hace ver intuitivamente, como si la ausencia de medida del infinito, la singularidad inexistente del universo, fuese un infinito proceso de “automedida”, a través de singularidades que desaparecen en una manifestación de lo hermoso que parece “provocada”.
En Occidente, la advirtió por primera vez el italiano Leonardo Pisano Bigollo, adoptando su apodo, “Fibonacci”, hijo de “Bonacci”, del afortunado, del natural, del bueno. Gracias a sus viajes por las costas africanas del Mediterráneo, aprendería e introdujo en la Europa del siglo XIII nuestro actual sistema indo arábigo de representación de valores posicionales.
Fibonacci captó aquella secuencia homónima al tasar el crecimiento anual de los conejos dentro de unas condiciones hipotéticas ideales: dentro del primer mes, nace una pareja de conejos que, al comienzo del tercero, se volverá fértil, se reproducirá y dará a luz pares nuevos cada mes. La sucesión prevista depende de que ninguno de los conejos muera y de que cada una de las parejas también se reproduzca dentro de las mismas condiciones estables.
Una observación matemática que el italiano expuso en su Libro de los cálculos y que empieza por los siguientes números, siguiendo la no manifestación de lo infinito: 0 + 1 = 1, 1 + 1 = 2, 1 + 2 = 3, 2 + 3 = 5, 3 + 5 = 8, 5 + 8 = 13, 8 + 13 = 21, 13 + 21 = 34, 21 + 34 = 55.
Sin embargo, este no es un tema de conejos. La sucesión de Fibonacci se encuentra en diferentes emergencias biológicas, por ejemplo, en las ramas de los árboles, en la disposición de las hojas y de pequeños frutos individuales, la superficie de las piñas, los botones florales del bambú, las escamas de los pinos. También en los animales, por ejemplo, en las conchas de los moluscos o en los panales de las abejas. El astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler detectó esta secuencia en la forma pentagonal y en el número de pétalos de flores como los crisantemos. Los naturalistas Karl Friedrich Schimper y Alexander Karl Heinrich Braun la descubrieron en la “filotaxis” espiral de las plantas cuando la relación entre el ángulo de rotación entre dos hojas consecutivas y el ángulo circunferencial es aproximadamente una relación entera.
La secuencia de Fibonacci resulta ser la clave para entender cómo la naturaleza diseña... y es... parte de la misma música omnipresente de las esferas que construye armonía en átomos, moléculas, cristales, capas, soles y galaxias y hace cantar al Universo.
Sin embargo, esto es algo tan universal y una acción tan misteriosa o íntima que no tiene ningún nombre y, por tanto, tampoco ningún descubridor histórico. Un siglo antes de Fibonacci, el indio Gopala y el chino Jin Yue ya habían descrito la secuencia que lleva el modesto nombre del italiano en la nada modesta Historia de la ciencia con “H” mayúscula. Y otro secreto más de la sucesión de Fibonacci es que, si se divide uno de sus valores entre su inmediato anterior, el resultado se aproxima al “número áureo”, “número de oro” o “phi”, representado por la letra griega “φ”. Un valor numérico de 1,61803... con infinitos decimales que los helenos asociaban al atractivo del rostro de las personas hermosas o a los mejores ejemplos de arquitectura, música, pintura, escultura y literatura. ¿Un lenguaje que no es una forma de vida humana, sino de presentación del universo, de comunicación con todas sus mudanzas?

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