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Mientras el gobierno de Javier Milei avanza en la privatización de AySA, se organiza una resistencia nacional que denuncia la entrega del recurso más vital a capitales privados, con sospechas fundadas sobre el desembarco encubierto de Mekorot, la empresa estatal israelí acusada de aplicar un apartheid hídrico en Palestina.
Actualidad29/07/2025Esto no es juego: es geopolítica
No se trata de ideología, se trata de sobrevivir. El agua no es un bien más: es el sustento material de la vida, la salud, la producción y el arraigo. Por eso la ofensiva privatizadora del gobierno de Javier Milei sobre AySA encendió una alarma transversal: profesionales, investigadores, universidades, organizaciones territoriales, sindicatos y legisladores de Unión por la Patria iniciaron una articulación concreta para frenar lo que, más que un negocio, es una cesión geopolítica de soberanía.
os decretos 493/25 y 494/25 no solo habilitan la privatización parcial y total de Aguas y Saneamientos Argentinos: también modifican el marco normativo para permitir el corte de suministro por falta de pago, algo que no solo es inconstitucional sino inhumano. La idea de que quien no puede pagar no merece agua es el corazón de la lógica mercantil que se quiere imponer. Pero detrás del discurso economicista hay algo más: el interés estratégico del Estado de Israel, a través de su empresa Mekorot, de capturar la gestión hídrica argentina bajo formas indirectas.
El agua como territorio en disputa
La resistencia no se organiza sólo por lo simbólico, sino por datos concretos. Mekorot, la principal empresa de agua del Estado israelí, tiene prohibido por tratados internacionales adquirir compañías extranjeras de servicios públicos. Pero cuenta con experiencia en la creación de empresas fachada y convenios con provincias para “asesoramiento técnico”. Ya lo hizo en Mendoza, Catamarca, La Rioja, Santa Cruz, Formosa y Río Negro. Su historia de uso discriminatorio del agua en Palestina, denunciada por la ONU, Amnistía Internacional y organismos de derechos humanos, se repite como patrón: penetración institucional, control de infraestructura, y un modelo que privilegia el lucro y la seguridad nacional por sobre el acceso equitativo.
La avanzada sobre AySA tiene el mismo patrón: el uso de decretos para evitar el Congreso, la eliminación de la participación ciudadana, y un rediseño normativo que legaliza el corte de agua a quien no pague. La transformación del agua en mercancía —y del servicio público en oportunidad de renta— no es una novedad. Ya se intentó en los años 90 y fracasó. Aguas Argentinas, la privatización más grande del mundo en el rubro, terminó con arsénico en la red, desinversión masiva y un proceso judicial internacional. En 2006, el Estado argentino tuvo que recuperar la empresa. Pero ahora, a través del relato antiestatal, el poder vuelve a intentar lo mismo, con otros actores y un mapa global más crudo.
El Congreso como dique de contención
La resistencia institucional llegó desde el Congreso. El senador Wado de Pedro presentó dos proyectos para derogar los decretos y blindar la propiedad estatal de AySA. Lo acompañan figuras como Mariano Recalde, Alicia Kirchner, Sandra Mendoza y María Inés Pilatti Vergara. En Diputados, Sabrina Selva y Victoria Tolosa Paz también avanzaron con iniciativas similares. La consigna es clara: sin agua no hay nación. Y sin gestión estatal, no hay forma de garantizar acceso equitativo, continuidad del servicio ni control democrático sobre las tarifas.
Durante la gestión pública de AySA, más de 4,5 millones de personas accedieron al agua por primera vez, y más de 3,6 millones a la red cloacal. Las inversiones se multiplicaron por veinte respecto al período privatizado. Se construyeron plantas potabilizadoras, se redujeron los cortes y se avanzó en zonas históricamente postergadas. Volver a entregar esa red a intereses privados —potencialmente extranjeros— es no solo un retroceso, sino una amenaza.
Israel y el agua: una estrategia sionista
Desde 1982, Mekorot —la empresa nacional del agua de Israel— administra la infraestructura hídrica en territorios ocupados palestinos. Impone restricciones extremas: prohíbe a la población palestina abrir pozos, acceder al río Jordán o almacenar agua de lluvia. Mientras tanto, los colonos israelíes —muchas veces a pocos metros— consumen entre cinco y diez veces más agua por día. La ONU lo ha calificado como “apartheid del agua”.
En Cisjordania, Mekorot vende agua a los palestinos a precios desproporcionados, pero decide unilateralmente cuánta pueden recibir. En Gaza, el 95% del agua está contaminada, sin posibilidad de acceder a fuentes nuevas ni de recibir caudal del resto del país. Las prácticas de la empresa han sido rechazadas por Brasil, Portugal y Holanda, que suspendieron convenios ante la presión de la sociedad civil.
En Argentina, Mekorot ya firmó acuerdos en siete provincias. Bajo el lema de “gestión eficiente”, sus planes maestros incluyen metas a 2050, reordenamiento del uso del agua, reforma legislativa y autofinanciamiento. Pero eso se traduce, en la práctica, en tarifas más altas, reducción de subsidios y arancelamiento de un derecho humano. Es un modelo que reemplaza la universalidad por la lógica de cliente. En el norte argentino, donde el litio ya compite por el agua, la llegada de Mekorot es una alarma: el recurso más vital está bajo disputa. Y el pueblo, esta vez, ya empezó a resistir.
La defensa del agua es hoy una causa nacional. No se trata de ideología, sino de existencia. Quien controla el agua, controla el territorio, la producción y la vida. En un mundo que entra en ciclos de sequías, desplazamientos climáticos y crisis alimentarias, privatizar el recurso más estratégico es entregar la soberanía a cambio de nada. Mekorot no necesita comprar AySA: le alcanza con que se la entreguen envuelta en asesoría.
Pero esta vez, algo distinto sucede: hay voces, redes, leyes y pueblo organizado. La Argentina ya aprendió lo que cuesta perder el control del agua. No está dispuesta a repetirlo. Y esa conciencia es la semilla de un nuevo tipo de defensa: la de lo vital, la de lo colectivo, la que sabe que sin agua no hay república, ni justicia social, ni dignidad posible.
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