
El escándalo por los 200 mil dólares de Fred Machado convirtió a José Luis Espert en un candidato tóxico.
La ex titular de AySA y actual candidata a senadora cruzó con dureza al gobierno de Javier Milei. Denuncia vaciamiento, paralización de obras y una privatización que recuerda lo peor de los '90. “El agua no se corta”, advirtió.
Política 06/08/2025Privatización, ajuste y riesgo hídrico
Cuando Malena Galmarini habla de agua, no recita discursos: tira baldazos. No es solo la esposa de Massa ni una dirigente con apellido. Es la ex presidenta de AySA, la mujer que más sabe en el peronismo sobre caños, cloacas y redes de abastecimiento. Y lo que ve hoy la enciende: un vaciamiento sistemático, una privatización en ciernes y el peligro concreto de que el acceso al agua vuelva a ser un privilegio.
“El agua no se puede cortar. No es gas, no es cable, no es Netflix. Es un derecho humano”. Con esa frase, Galmarini metió los dedos en el enchufe del mileísmo, que ahora ve en AySA una presa fácil para sumar caja y disciplinar municipios. La Ley Bases habilitó la venta, la motosierra ya pasó y lo que quedó es un tendal de obras paralizadas, tarifas impagables y barrios sin presión ni cloaca.
Durante sus cuatro años de gestión, Galmarini puso en marcha 4.000 km de redes de agua y cloacas. Certificadas, auditadas, publicadas. Ahora, denuncia que todo eso fue dado de baja o dejado morir. No por incapacidad, sino por decisión política. “La rentabilidad de AySA no está en cuánta plata gana, sino en cuántas familias se conectan”, repite. Y lo dice con conocimiento técnico y convicción política.
La ofensiva libertaria va por otro camino. Aumentaron las tarifas, bajaron la inversión y empezaron a preparar el terreno para una posible venta. El argumento de “eficiencia” choca contra una realidad: el agua no compite. No hay otro proveedor. No hay “oferta y demanda”. Hay barrios con napas contaminadas, pibes con parásitos y casas donde hervir el agua sigue siendo rutina.
El antecedente de Aguas Argentinas en los '90 no es menor. Una concesión con promesas de inversión que nunca llegaron, obras que no se hicieron y cortes a quienes no podían pagar. El resultado fue trágico: dengue, diarreas, cólera y cloacas colapsadas. Milei repite la historia, pero con menos Estado y más cinismo.
Galmarini no se victimiza. Sabe que la quieren correr, que buscan arrinconarla en el “massismo residual”. Pero ella se planta como técnica, militante y candidata. No va por un cargo decorativo: va a dar pelea. Y el agua es su bandera. Lo conoce, lo gestionó, lo caminó. Y no está dispuesta a ver cómo se privatiza sin dar batalla.
Cuando el mercado mete las manos en el agua, la sed no se mide en litros: se mide en desigualdad. Galmarini lo sabe, y por eso no se calla. Porque en este país, el que abre la canilla no está eligiendo un servicio: está defendiendo su derecho a vivir.
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