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Pilotaba drones para el ejército ucraniano y fue eliminado por un ataque ruso. Había elegido una causa que no era la suya, en un conflicto donde la neutralidad argentina debería haber sido la norma.
Actualidad10/07/2025La guerra no perdona, y mucho menos a los extranjeros que se involucran en ella por convicción o necesidad. Emmanuel Viltes, argentino, 39 años, oriundo de Comodoro Rivadavia, fue dado de baja por un dron ruso en Ucrania. No era un soldado regular, no representaba a su país ni a sus Fuerzas Armadas. Era un combatiente voluntario, convertido en piloto de drones de alta precisión en la Brigada 225 del ejército ucraniano, y su muerte confirma una verdad brutal: en la guerra, los mercenarios no tienen protección de las leyes de la guerra y no hay nunca piedad con ellos.
Viltes no era un improvisado. Se había formado con exigencia, era reconocido por su pericia técnica y su eficacia quirúrgica. Había destruido tanques, radares, lanzaderas. Participó de misiones en territorio ruso como la operación Kursk. Era respetado por sus compañeros y temido por el enemigo. Justamente por eso, Rusia había puesto precio a su cabeza. Y cumplió. El 7 de julio, un dron Shahed detectó su posición y lo eliminó en un ataque selectivo, frío y quirúrgico.
No hubo compasión ni advertencias. No hubo margen para rendirse. Lo encontraron, lo marcaron y lo destruyeron. Así funciona la guerra cuando los servicios de inteligencia priorizan la cacería de perfiles clave. Y el GRU ruso tiene una división entera destinada a identificar, rastrear y eliminar combatientes extranjeros, sobre todo si se trata de latinoamericanos. No es un dato menor que Argentina haya asumido una posición de hostilidad diplomática hacia Moscú desde la llegada de Javier Milei al poder, con discursos donde la "invasión rusa" fue condenada con entusiasmo, ignorando los costos simbólicos y reales que eso podía tener.
El caso de Viltes abre un debate incómodo. No se trata de no lamentar su muerte, sino de comprender el contexto que la hizo posible. Emmanuel eligió morir por una bandera que no era la suya. Peleó con honor, pero en un terreno ajeno, por intereses que no comprometen directamente a la Argentina. Amaba a su familia, tenía una hija pequeña, y había formado una vida con una ciudadana ucraniana. Su motivación personal es comprensible. Lo que no puede dejarse pasar es la ausencia de una posición clara del Estado argentino sobre la participación de sus ciudadanos en conflictos externos.
La guerra es una extensión de la política por otros medios. Y quienes se suman a ella sin respaldo estatal son, en el mejor de los casos, carne de cañón. Sin inmunidad, sin garantías, sin posibilidad de auxilio. No hay convenciones que los amparen. No hay banderas que los defiendan. La neutralidad, esa herramienta tan vilipendiada en el siglo XXI, es la que preserva a los pueblos del fuego cruzado de las potencias. Y Argentina, que supo practicarla con sabiduría en otros tiempos, hoy parece haberla abandonado por una diplomacia de consignas sin estrategia.
Emmanuel Viltes fue aniquilado por hacer bien su trabajo. Fue rastreado como objetivo de alta prioridad y eliminado con eficiencia militar. No es un escándalo: es una advertencia. Las potencias no juegan, ni perdonan. La guerra no es una causa romántica, ni un escenario para la heroicidad individual. Es una maquinaria de destrucción donde el que elige bando sin ser parte paga con la vida. Y donde la Argentina debería, por historia y prudencia, mantenerse al margen.
Hoy, una familia llora. Un batallón lo honra. Y un país mira en silencio, sin asumir que hay preguntas que debería hacerse: ¿Qué hacemos cuando un argentino muere en una guerra extranjera? ¿Lo lamentamos, lo negamos, o aprendemos? Porque la guerra, cuando llama, ya no da tiempo a responder.
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