La emotividad digital y la muerte del lazo social

La hiperconexión no nos une, nos dispersa. Mientras las redes imponen un régimen de afectos acelerados y rendimiento sin pausa, se debilitan los vínculos que nos permiten existir como comunidad. ¿Cómo volver a una diferencia que no aísla, sino que aporta?

Cultura 17/07/2025
NOTA

Por Camila Roncal · Especialista en Filosofía y Sociedad

 

Singularidad, comunidad y subjetividad digital

Byung-Chul Han lo advirtió: no estamos agotados por otros, sino por nosotros mismos. Esa sentencia, simple y brutal, da en el núcleo de un malestar contemporáneo que se disfraza de libertad, pero opera como una forma sofisticada de sometimiento. No hay látigos, hay métricas; no hay cárceles, hay pantallas. Y lo que parecía un ecosistema para expandirnos como individuos únicos —la era digital— ha devenido en un régimen que captura la singularidad y la desactiva en un mar de exposición, ansiedad, sobreinformación y falsa cercanía.

Hoy la comunidad no desaparece por un acto de violencia frontal, sino por desgaste. Los vínculos sociales no se cortan, se diluyen. Se simulan interacciones, se multiplican emojis, se comparte compulsivamente, pero se escucha poco y se está menos. El cuerpo queda fuera. La voz se aplana en texto. La diferencia se convierte en algoritmo. Y la singularidad —esa cualidad irrepetible que cada uno porta como don y potencia para aportar al todo— se degrada en marca personal, en performatividad constante. En “contenido”.

La comunidad como territorio erosionado

La comunidad, en el sentido fuerte, no es una suma de individuos que coinciden. Es un tejido que se construye desde la diferencia y se mantiene por vínculos que no siempre son visibles, pero que sostienen. Es la capacidad de estar con otros sin disolverse, de aportar sin competir, de resonar sin mimetizarse. Sin embargo, el sujeto contemporáneo, moldeado por lógicas de rendimiento, visibilidad y afectación permanente, ha sido despojado de esas herramientas.

Byung-Chul Han lo analiza con claridad en La sociedad del cansancio y en La expulsión de lo distinto: vivimos en una cultura que rechaza la alteridad, que no tolera el silencio, que castiga la negatividad. Todo debe ser positivo, disponible, veloz, agradable. El sujeto que no se muestra, no existe. El que no rinde, no sirve. El que no se emociona públicamente, no pertenece. En esa lógica, lo comunitario se vuelve amenaza: puede incomodar, ralentizar, exigir reciprocidad.

La emotividad digital, como lo expone Han en Infocracia, captura al individuo en un torbellino de estímulos constantes donde el juicio cede ante el impacto. No hay tiempo para elaborar, ni para entender al otro. Las emociones no nos acercan, nos polarizan. Nos reafirman frente a los nuestros y nos endurecen frente a los otros. La conversación es reemplazada por reacciones. El lazo se sustituye por la afinidad algorítmica.

 

Singularidad o narcisismo: una diferencia vital

Una de las confusiones más peligrosas de esta época es la que equipara singularidad con individualismo. Pero ser singular no es encerrarse en uno mismo, sino ser capaz de expresar una diferencia viva, creativa, que aporte algo al mundo común. Es, como diría Simone Weil, tener una orientación hacia la realidad del otro sin renunciar a lo que uno es. Es cuidar el propio tono, sin afinarse por miedo a desafinar.

El narcisismo, por el contrario, opera como trampa: simula autenticidad, pero la esteriliza. Solo busca el reflejo, no el vínculo. En un ecosistema donde todos luchan por ser vistos, el resultado no es una polifonía de voces, sino una competencia ensordecedora. Como decía Baudrillard, no es que ya no haya verdad: es que hay exceso de imágenes, demasiada presencia. Lo singular no tiene lugar porque no tiene tiempo para madurar. Porque requiere escucha, y la escucha hoy es un lujo.

Frente a esto, algunos pensadores —como Hartmut Rosa con su “aceleración social” o Zygmunt Bauman con su “modernidad líquida”— ya venían marcando el terreno: lo que se debilita no es solo el lazo, sino también la experiencia. Lo que se pierde no es solo comunidad, sino mundo. El yo se vuelve centro de una escena sin trama, sin otro verdadero con quien tramar. Y eso nos deja, paradójicamente, infinitamente conectados pero radicalmente solos.

 

Del cansancio a la reconstrucción

Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo recuperar lo singular sin caer en el aislamiento? ¿Cómo rehacer comunidad en un mundo que la desarma con cada clic? Han no propone soluciones fáciles. Pero su defensa de la pausa, del silencio, de la negatividad como forma de resistencia, abre una vía: no todo debe ser dicho, ni todo sentido debe ser inmediato. Recuperar espacios de opacidad, de lentitud, de anonimato, puede ser un primer paso para reconstruir lo común.

No se trata de renegar de la tecnología ni de idealizar un pasado comunitario. Se trata de frenar el envión del presente. De volver a escuchar. De dejar de hablar para ser escuchados y empezar a hablar para ser entendidos. De permitir que la diferencia no sea un dato de mercado, sino una fuerza de encuentro.

Lo singular no es lo excéntrico, ni lo viral, ni lo que sobresale. Es lo que aporta. Lo que encuentra su lugar en un conjunto sin disolverse. Para que eso ocurra, hace falta más que pantallas. Hace falta comunidad. No la que “parece”, sino la que sostiene.

 

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