Milei perdió la motosierra: sólo le queda el show

El escándalo Spagnuolo no sólo desnudó sospechas de coimas en el corazón del poder libertario: liquidó la narrativa anticasta que lo llevó a la presidencia. Para el electorado que lo votó como motosierra, Milei hoy es otro actor del “son todos iguales”.

Política 26/08/2025
NOTA

Por Verónica Malbrán (Periodista / Analista Político)

 

El libertarismo entró en terapia intensiva, y no por el dólar, la inflación o la parálisis del Estado. 

 

El verdadero virus que lo corroe se llama desencanto. Hasta ahora, Milei podía gambetear errores de gestión, insultos en cadena, caprichos de su hermana Karina e incluso sostener las contradicciones alimentando una caterva de lenguaraces tuiteros rentados que encabezaba Santiago Caputo, con un recurso infalible: su narrativa anticasta. 

 

Ese relato, a veces grotesco, a veces seductor, lo mantenía en pie como el outsider que venía a barrer con todos.

 

El problema es que esa película se terminó: el caso Spagnuolo sepultó para siempre la idea de que Milei era distinto. Hoy ya juega en la liga de los sospechados, donde “son todos iguales” es la frase que más retumba.

 

Los números de las encuestas son contundentes, pero lo verdaderamente grave no está ahí. Management & Fit mostró que el 94% conoce el caso y que la mayoría cree que Karina y los Menem están enredados en el circuito de coimas. Feedback, en redes, detectó más de 240 mil menciones en tres días, con un 59% de rechazo. 

 

Sin embargo, el dato letal no es la opinión pública en contra: es el derrumbe de la ilusión. Ese votante que veía en Milei un verdugo de la vieja política ahora lo mira como un actor de reparto en la misma tragicomedia.

 

Hay algo más peligroso que perder votos: perder la capacidad de retenerlos. El mileísmo corre el riesgo de que sus propios seguidores elijan abstenerse. 

 

El fantasma de la abstención es letal: no alimenta a la oposición, pero erosiona la base de apoyo. La motosierra prometida se transformó en serrucho oxidado y lo único que queda es el show, con Milei cada vez más parecido a un stand up de furia que a un jefe de Estado.

 

El impacto real se mide en la demolición simbólica. La “casta” era el enemigo perfecto, un significante vacío donde cabían políticos, sindicalistas y empresarios “chorros”. El problema es que, ahora, la narrativa se le dio vuelta como un búmeran: la casta también lo incluye a él y a los suyos. Karina pasó de ser la estratega invisible a quedar como garante de un sistema de favores. Los Menem, que aparecían como aliados pragmáticos, hoy son percibidos como engranajes de un engrudo corrupto. Y Milei, que se disfrazaba de super héroe anarcocapitalista contra el privilegio, se revela como un performer que sostiene su propia corte de privilegiados.

 

El golpe no sólo es político, es cultural. En redes, la burla desplazó al respeto: los memes ya no lo muestran como libertador, sino como bufón atrapado en la misma mugre de la que se reía. Ese cambio de atmósfera es peor que cualquier índice de aprobación, porque erosiona el corazón simbólico del mileísmo. 

 

La gente puede aguantar la inflación, puede hasta justificar errores, pero no perdona que el “distinto” termine siendo igual que todos.

 

Lo que Milei no parece entender es que el poder no se pierde de un día para otro: se desgasta. El caso Spagnuolo no lo saca del juego electoral inmediato, pero perfora su credibilidad como ningún adversario podría hacerlo. No importa cuánto grite o cuántos shows organice: el guion anticasta ya no tiene público.

 

El cierre es brutal en su simpleza: Milei no sufrió un colapso por la oposición, sino víctima de la realidad y de lo mismo que él prometía destruir. 

 

Perdió su narrativa, y sin relato ni gestión, queda reducido a lo único que sabe hacer: ruido. Y el ruido, cuando ya nadie lo escucha con fe, es apenas silencio disfrazado de furia. Los hechos concretos de gestión tampoco le garantizan demasiado. Problemón. 

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