El espejismo del dólar planchado

Con una inflación que se desacelera pero no cede del todo, Milei festeja índices mensuales sin mirar el daño estructural.

Actualidad15/07/2025
NOTA 1 ECONOMIA

El ancla cambiaria sostiene los precios, pero a costa de paralizar la producción, frenar el empleo y hundir el mercado interno. ¿Cuánto puede durar este equilibrio precario?

La inflación de junio fue del 1,6%. Un número que, aislado, podría parecer alentador. El Presidente lo celebró con euforia digital y una ovación entre empresarios de la Bolsa. Pero la calma estadística no refleja una economía en recuperación, sino una anestesia quirúrgica que, si no se revierte, terminará devorando su propio paciente. El esquema que sostiene esta aparente estabilidad se basa en una variable cada vez más tensa: el dólar planchado. Y como toda cuerda que se tensa sin acompañamiento productivo, termina rompiendo.

Desde hace meses, el Gobierno apuesta a una fórmula simple: atraso cambiario, tasa de interés negativa, freno al gasto público y cepo. Esta combinación –diseñada por el ministro Caputo con respaldo del FMI– contiene la inflación núcleo en torno al 1,5% mensual, pero a costa de paralizar buena parte del aparato productivo y deteriorar progresivamente el mercado interno.

Mientras se celebra que los precios ya no suben como en diciembre, los datos del INDEC muestran otro costado menos glamoroso del plan: el consumo sigue cayendo, la industria pierde competitividad y el empleo formal se desacelera. La pobreza, además, no baja: una familia tipo necesitó en junio más de $1.128.000 para no ser pobre, y más de medio millón para evitar la indigencia. La inflación cede, pero no alcanza.

Ancla cambiaria: el corazón del modelo

El dólar oficial subió apenas un 2% mensual desde abril, en un contexto de reservas frágiles, sin ingreso neto de divisas y con una economía cada vez más dependiente del carry trade. El peso no se devalúa porque el Gobierno lo impide, y lo impide porque sabe que un salto del tipo de cambio, por mínimo que sea, reactivaría la indexación generalizada.

Pero este “logro” tiene costos. El más inmediato es la pérdida de competitividad de las exportaciones. Sectores como el industrial, el agro y la energía, que requieren dólares para importar insumos, enfrentan márgenes negativos y volúmenes en retroceso. Las compañías más grandes ajustan stock y recortan turnos; las pymes, simplemente cierran.

El segundo costo es financiero: para sostener el atraso del dólar, el Banco Central absorbe pesos con pasivos remunerados, lo que genera un pasivo creciente que puede volverse inmanejable si los fondos que hoy juegan al "dólar carry" deciden salir. Por ahora, el juego funciona: los fondos se quedan por el rendimiento en pesos. Pero cuando se retiren, el tipo de cambio se resentirá.

Y el tercer costo es político: la desaceleración de precios no se traduce en alivio social. La inflación en alimentos sigue por encima del promedio general, y los ingresos siguen perdiendo contra la canasta básica. La fragmentación del mercado laboral, con empleo informal y monotributistas precarizados, impide que la desaceleración de precios se sienta en los hogares.

Mercado interno y empleo, los grandes ausentes

Mientras el Ejecutivo festeja los indicadores macro, en las góndolas el alivio es relativo. Productos esenciales como lácteos, aceites o artículos de limpieza volvieron a subir en las primeras semanas de julio. No por especulación, sino porque algunos sectores comenzaron a trasladar la devaluación contenida del dólar financiero a los precios minoristas.

La consultora Equilibra estimó un 0,5% de inflación semanal en julio, con foco en productos sensibles al tipo de cambio. Esto sugiere que el “ancla” no está tan firme como el Gobierno afirma. A esto se suma el deterioro del consumo: según datos privados, las ventas en supermercados cayeron más del 7% interanual en el segundo trimestre, y los datos de patentamientos y producción industrial muestran caídas sostenidas.

El empleo tampoco repunta. El Gobierno dejó de difundir datos detallados, pero los informes del SIPA muestran una desaceleración preocupante en la creación de empleo formal. Sectores como la construcción, el comercio y la industria muestran retracción. El mercado laboral está congelado, y los nuevos contratos son cada vez más precarios.

En este escenario, la política salarial queda desdibujada. Con un salario mínimo por debajo de la línea de indigencia, y sin paritarias generalizadas, el Gobierno apuesta a la licuación como herramienta de orden fiscal. Pero esa licuación también erosiona el consumo, que es uno de los principales motores del producto bruto interno.

El problema no es solo el nivel de inflación

Bajar la inflación sin anclar expectativas de crecimiento, sin inversiones reales, sin mejora de ingresos, es como festejar que se bajó la fiebre mientras el cuerpo sigue enfermo. El esquema actual posterga el ajuste de precios relativos a fuerza de pisar el tipo de cambio, pero no resuelve el desequilibrio estructural. Cuando el dólar suba –porque eventualmente deberá subir–, el rebote de precios será inevitable si no hay antes una recuperación real del tejido productivo.

El modelo Milei-Caputo, en su versión 2025, es una carrera contra el tiempo. El superávit primario y la desinflación pueden dar aire en el corto plazo, pero si no se acompaña con inversión, crédito, infraestructura y recomposición de salarios, será insostenible. Ya lo muestran las acciones argentinas, que cayeron más de 30% desde enero: el mercado percibe que el ajuste no tiene detrás un plan de desarrollo, sino un experimento de austeridad infinita.

La economía real, mientras tanto, resiste. Las pymes industriales operan al 40% de su capacidad, las economías regionales enfrentan costos crecientes y precios retrasados, y los trabajadores viven con ingresos que no alcanzan ni para los consumos mínimos. En este contexto, la desaceleración de precios no se percibe como estabilidad, sino como quietud forzada.

El Gobierno logró frenar el termómetro, pero no la enfermedad. El dólar barato ayuda a pisar la inflación, pero deja al país sin impulso, sin producción y sin horizonte. Sostener este esquema implica sostener también el estancamiento. Y una economía quieta, en un país urgido por crecer, no es éxito: es una bomba de tiempo.

 

 

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